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sábado, 31 de enero de 2009

JUECES

No había podido centrarse en el juicio. No le importaba un pito qué había hecho el reo, era culpable y estaba condenado desde el mismo día en que lo capturaron. No podía ni escuchar al abogado defensor, sólo quería acabar aquél maldito juicio. Tenía el tiempo contado. Saldría pitando para casa, le diría a su mujer que tenía un caso que solucionar en Barcelona, que estaría un par de días fuera. Cogerían el puente aéreo, ella, su pasión, su adorada y bella Beatriz, le estaría esperando en el aeropuerto. Llegó a casa un chalet situado en las Rozas. Caserón estilo inglés, bien diseñado y amueblado, confortable. Le había costado un pastón, pero que bonita casa y que hogareña. Allí habían nacido sus hijos ¡Pero qué más da! No podía pensar todo eso ahora. Entró en casa como siempre, no oyó ruido. El perro no vino a olisquear sus zapatos como de costumbre. La casa olía muy bien, en el horno se estaba cocinando algo realmente apetitoso. ¡Pero y Sara! ¿Dónde estaba? Subió a su dormitorio para cambiarse de ropa y coger el maletín de fin de semana, ya lo tenía preparado. Al abrir la puerta del dormitorio encontró a Sara sobre la cama, iba vestida de Marilín. Se había colocado una peluca rubia y un vestido corto de satén blanco atado en la nuca, la espalda al aire, labios rojo fuego. Que guapa le pareció. ¡Que a gusto le echaría un polvo en ese mismo momento! Pensó. Pero no, no puedo Beatriz me espera. Estaban en el hotel. Beatriz salió del cuarto de baño, con unas braguitas rojas y un escueto sujetador del mismo color ¡Estaba preciosa! Se tiró sobre ella como un animal, ¡Ardía como un ascua! Se lanzó sobre ella y de repente no la vio. Ya no veía la cara de Beatriz. Marilín apareció y no pudo dejar de hacerle el amor toda la noche.

lunes, 12 de enero de 2009

LAS MASCARAS

Era día de carnaval. Las campanas de la iglesia tocaban tristes y pesadas. Acababa de morir el boticario. El hombre más popular del pueblo. En su tienda se compraban además de medicinas; sombreros, zapatillas, colonias, telas, tabaco, dulces y golosinas. Los niños le llamaban tío Pepe. El cadáver estaba expuesto en la tienda, entre olores anisados, de tabaco y naftalina. Los mayores entraban y salían a dar el pésame a la familia, pero a los niños no les dejaban entrar. Ellos trepaban por la reja de una gran ventana, para conseguir verlo. Llevaba un traje negro y bien planchado. Dentro de aquella caja parecía un gigante. Estaba rodeado de velas, la cera se olía desde la calle. Los niños se turnaban para verlo. Subían alegres y contentos y bajaban pálidos. Corrían despavoridos calle arriba o calle abajo a refugiarse en sus casas. Todo el pueblo está esa noche en el casino. Las máscaras les protegen, nadie conoce a nadie. La cabra, el gallo y el toro se alejan de la fiesta. Se ven junto a la verja del cementerio. Dentro de su disfraz se encuentran a salvo. El gallo coge la mano de la cabra. Mano de dedos largos huesudos fríos. El gallo siente miedo. La mano de la cabra se entibia entre las del gallo y él deja de tener miedo. La cabra a su vez coge la mano del toro. Es una mano carnosa, segura, fuerte y cariñosa. La cabra se siente segura entre el gallo y el toro. Pisan una rama que cruje entre sus pies, y la cabra se suelta y se esconde detrás de un mausoleo del ángel custodio. El gallo, más sereno esperó salir la luna tras la nube y localizó a la cabra. El toro olisqueó el perfume de la cabra y se encontraron otra vez los tres juntos. Caminaban sin ver. Encontraron la tumba del boticario, la fosa abierta y la caja dentro esperando otras cajas antes de cerrar el agujero. El toro abrió la bolsa que llevaba, sacó una vestimenta de dentro y la arrojó a la fosa. Él siempre se disfrazaba de niño y este año le habían echado de menos.